Hay días en que el mundo se detiene. Los días no se mueven, son largos como espirales que nunca se tocan la punta de la lengua.
Hay días en que moverse es decidir si queremos formar parte de algo o no.
Es en estos días en que mi mundo se teje y desteje, sin ton ni son, se mueven las moléculas de mi ser pero yo no muevo ni un ápice de mi centro interior.
Para qué moverse? Para qué entrar en calor? La moción y el ejercicio que supone el movimiento son sólo para aquellos que quieren dejar huella en el mundo.
A mí no me interesa dejar huellas. Mis manos han perdido el tacto, mis ojos sólo ven los espejismos que se recrean a su alrededor.
El mundo es una tela de araña, espesa y frondosa que se mueve con lentitud.
Quietud y silencio. Nada más envuelve mi vida. Nada más.
No hay color no hay ruido. Sólo lo que late dentro del cuerpo, esa caja-corazón.
Tic tac toc tic tac toc
Y mientras la muerte avanza, los días finiquitos nos pulsan a vivir sin motivos ni culpas.
No hay esperanza. No hay dolor. No hay nada.
El mundo permanece muerto. Herido de la culpa y la violencia engendrada por los intereses ajenos.
Nosotros, ellos, todos. Los unos y los otros. Seguimos con los ojos puestos en revés, no hay nada ni nadie que nos diga cómo tenemos que vivir.
Aun así se intenta.
Pero yo estoy más allá del bien y del mal. Ya crucé el límite de mi búsqueda.
Después de enrolarme en los servicios, mi identidad y mi memoria han sido borradas de por vida.
Soy un número más. Un número que recuerda lo que ya no existe.
Por error o fatalidad, los números sólo deberían soñar números. Yo sueño mundos mientras los unos y los otros tejen y destejen el mundo a su antojo.
El último resquicio de cordura me va dejando. Abandona el cuerpo, y el día, gris nublado, se va cerrando. Suena el toque de queda, los pabellones están sellados a cal y canto.
A soñar números me voy, aunque no quiera.
Quieto, muy quieto se pasa el día y se convierte en noche. Y yo apenas me doy cuenta de la diferencia.
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