sábado, 9 de noviembre de 2013

Estados del ser

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Chema Madoz 
Desde mi nuevo refugio escucho música cada mañana al despertar mientras tomo mi café con leche y galletitas de salvado. Una buena radio donde hablan poco y la música diseña mis momentos.
Mientras mi hija ve la tele en el otro cuarto y aprende castellano, le entra por todos los poros pero aún no domina con absolutismo.

Este viaje ha sido, es y será uno de los más importantes en mi vida.
Venir sola con una nena chiquita, regresar después de 5 años de silencios y molestias constantes por no poder cerrar (ni querer reabrir) esa vieja herida que es irte de inmigrante a otro país. Con las vueltas de la vida, que te llevan no sólo a vivir lejos de tus afectos, sino a formar tu propia familia, empezar de nuevo por la millonésima vez, después de haber destruido, reconstruido y vuelto a destruir todo lo que alguna vez supuso ser tuyo.

Si me habré dado la cabeza contra la pared en todos estos años, creyendo que la felicidad era algo que estaba fuera de mí misma.
Y regresé a Buenos Aires, con el alma quebrada por las circunstancias de la vida; no teniendo trabajo ni dinero, conflictos amorosos, soledades, frustraciones, dolores (de los del alma y del cuerpo) y una sensación de no ser ni tener. Un gran vacío.



Volver es una forma de (re)encontrarse. Aunque las realidades nunca son ni serán las que quisiéramos, son las que hay y son mucho más de lo que esperaba.

Por lo pronto, el reencuentro es conmigo misma y también con mis (buenos) amigos. Esos que siempre están, más allá de las distancias y los años.

Y, aunque la felicidad es una gran palabra musitada al oído, los momentos en buena compañía son mucho más de lo que esperaba. Un baño de autoestima sí, pero más que nada el darme cuenta que no estoy sola.

Porque regresar también reabre esas heridas que uno quería ver bien enterradas. Por algo me mantenía bien alejada.
Convivir con las depresiones ajenas, y más cuando nos tocan de cerca, hace que el camino se vuelva espinoso.
Desde afuera uno fantasea con una puesta en escena que no es real. Desea, farfulla y se rebuzna una realidad que le gustaría tener pero que no es posible.
Y cuando se da contra la realidad tiende a pensar que todo es producto de una maldición o mala suerte. Ya se encuentra uno cabizbajo, con la cola entre las patas, juntando fuerza y coraje para regresar. Lo último que uno quiere es convivir con las miserias del otro. Y más cuando el otro es familia de uno.

En este proceso de reencuentro, me doy cuenta que tengo que aprender a dejar mis prejuicios atrás. Y aceptar las cosas como son. Aceptar a las personas como son, aun así no sean lo que yo quisiera.

Por eso, este estado del ser es un estado necesario. Un estado de bienestar interior que sólo puede conseguirse cuando uno acepta y abraza lo que no quiere y no le gusta. Le da su lugar.

Para finalmente dejarlo ir. Lo suelta, como quien suelta la mano de un amor que se aleja y le desea todo lo mejor del mundo.

Engancharse emocionalmente con las frustraciones y las depresiones del otro no nos hace más fuertes. Nos hace más dependientes del afecto que no obtenemos, nos pone en un lugar nefasto, nos muestra una parte de nosotros que quisiéramos destruir para siempre.

Hay que dejar ser, hay que sacar a la luz. Sacarlo todo afuera, como la primavera.

En esta parte del mundo brilla el sol. Mientras los topos son ciegos a la luz del día, yo, mi alma y mi hija nos vamos a disfrutarlo.

Siento un gran agradecimiento por las personas que están y siempre estuvieron por mí. Sin ellos no sería la persona que hoy soy. Gracias por estar.


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