lunes, 5 de noviembre de 2012

El eslabón perdido

Hoy les quiero contar una historia.

Allá lejos y hace tiempo, precisamente 12 años atrás, vivía yo por entonces en Buenos Aires, Argentina. Y si bien estaba en mi mente la idea de emigrar, aun no era del todo claro que sería una decisión definitiva.
Por esa época, todo funcionaba bastante mal en mi país. Aunque hoy mismo muchos problemas siguen vigentes, ha cambiado mucho la Argentina de hoy.
Cuando vivía en Buenos Aires odiaba vivir allí. Siempre el caos, el ruido, la mugre, los problemas acuciantes de vivir en un país donde la devaluación y la inflación eran parte de la vida cotidiana.


Aun así tenía muchas cosas que hacían que mi vida tuviera sentido. Estaba de novia, aunque no estaba tan enamorada como en los primeros años de noviazgo, trabajaba en una tienda de música de alcance internacional, un poco la créme de la créme del negocio de la música en Argentina. Trabajaba con gente creativa, original, y sobre todo, gente muy buena con la que además de compartir el trabajo, nació una buena amistad que seguiría hasta el día de hoy. Mi vida era eso y mucho más. Mi vida era leer revistas de rock, literatura, libros, ir a museos, a centros culturales, teatro underground, discotecas y bares de moda, etc. Se podría decir que estaba al tanto de todo lo que ocurría a nivel artístico y cultural en mi ciudad. Lo cual no es poco, porque Buenos Aires además de ser la Reina del Plata (como así la llaman aun por ser la ciudad más grande y amplia de la zona del Río de la Plata) es una ciudad bulliciosa y llena de cultura. Por sus venas corre la sangre creativa, y además de ser ella misma la capital por excelencia de las letras, siempre se mantiene con estilo a la vanguardia de todo lo que sucede en el mundo.
En la época que aun vivía en Buenos Aires, si bien odiaba su bullicioso ruido y miseria, también amaba sus calles, sus escondrijos, sus cafés, sus parques, su arte y su epopeya.

Cuando mudé mis pasos rumbo a Barcelona, capital de la comunidad catalana, fue como empezar todo de nuevo. Sola, sin novio ni amigos, vagaba por sus calles buscando ese calor que mi ciudad natal siempre me había ofrecido. Pero la vida es diferente en otro lugar. La gente no es la misma, los catalanes en general son muy reservados, muy 'suyos' podríamos decir. Entrar en confianza lleva tiempo. Y tiempo no es lo que te sobra cuando estás empezando de nuevo en una ciudad diferente. Es que el choque de la cultura por más idioma o idiosincracia que tengas en común, es inevitable.
Poco a poco encontré mi lugar. Encontré trabajo, amigos, conocí a mi actual pareja, recorrí bares y cafés, fui a conciertos, me empapé de la cultura que subrayaba la vida catalana sin más. Sus museos, centros culturales, festivales de cine alternativo, todo, de a poco, fue entrándome en la sangre. Y por un momento, recuerdo bien, sentí que ese era mi lugar.
Pero duró poco. A los 3 años de tener una vida semi estable, y después de tener nuestro primer hijo, decidimos dejar la ciudad cosmopolita de playas y mar por la ciudad donde actualmente vivimos, Lelystad.. un paraíso de los suburbios, desolado y tranquilo. El verdadero polder holandés, donde hace 65 años sólo había agua.

Qué más decir que todo contacto con mi entorno desapareció de repente.
Vine a Holanda como turista, con un bebé de 20 días y una valija de 20 kgs que contenía los retazos y fragmentos de mi vida a los 29 años, desperdigados los pedazos entre Argentina y España.
En Holanda me topé con muchos obstáculos, por empezar el idioma. Si bien mi dominio del idioma inglés siempre fue más que aceptable (aprendí inglés en colegios bilingües) y con él me hacía entender, me quedaba aun un largo viaje para poder integrarme en esta sociedad.
Otro poderoso obstáculo fue mi dependencia. Tanto económica como legal. Al entrar como turista, aun siendo madre de un bebé holandés y estando en pareja con un holandés, no tenía derecho a residir legalmente hasta tanto no me otorgaran mi visado. Eso duró más de un año. Entre tanto, esperando el visado, crié a mi hijo y vivimos los 3 con los padres de mi pareja, durante casi dos años.
Una vez otorgado el permiso de residencia logré lo que más ansiaba: poder estudiar holandés. Y asi comenzó mi periplo por el inbugeringcursus. Eso cambió mi vida por completo. Además de tener profesores que nos entusiasmaban a aprender, conocí gente que como yo, también estaba en su primera fase de integración. Gente de todo el mundo, desde Africa, a Polonia, Francia, Colombia, Ucrania, etc, etc.
Allí conocí a la que aun conservo como amiga desde el principio, mi amiga Anna.
Qué más decir que al estar desconectada del mundo (al estar no legal en Holanda, no tener dinero y por ende no tener contacto con el mundo exterior) perdí el contacto de todo lo que antes había sido parte de mi vida.
En Lelystad, donde escasos 70.000 habitantes pueblan el fantasmagórico y provinciano lugar, me dí cuenta que el arte, la cultura y la música estaban muy lejos de ser parte de mi vida.
Holanda se abría y se cerraba. Por un lado era alentador aprender y entender lo que pasaba a mi alrededor. Por el otro lado, esa necesidad de aprender me obligaba a ver la vida de otro color.
Color, color.. color holandés.
Y qué color es? el color de su bandera, rojo, blanco y azul. Y naranja. Los colores nacionales. Así mi vida toda se llenó de sus colores. Al tener pareja holandesa, hijo holandés, suegros holandeses, imposible escapar.

Los primeros años fueron muy difíciles. Sobre todo a nivel económico. Holanda es un país con mucha cultura e historia. Pero lamentablemente, para lo que yo estaba acostumbrada, aquí la cultura y el arte son lujos. No están al alcance de la mano, los museos son caros y todo aquello que a mí siempre me había interesado me quedaba lejos.

Igual, todo cambia. Uno cree que el tiempo es eterno y que todo es lento. Mi experiencia en cambio me da la pauta de que todo es posible en el momento indicado.
Así, hoy soy madre de dos niños, tengo una hipoteca a 30 años, mi pareja, mi vida en Holanda. De a poco, empecé a volver a escribir, tuve años en que el aprender holandés era lo único que me interesaba. No había lugar para otras cosas, menos que menos para saber qué se cocinaba en mi país en materia cultural. Ni siquiera a nivel político me interesaba saber qué pasaba en Argentina.

Mi madre, hermanos, mi abuela, muchas de mis tías y primos siguen viviendo desde siempre en Argentina. Son casi la única razón por la cual sigo en contacto. Aunque gracias a la maravilla del Facebook he vuelto a ponerme en contacto con muchas de las personas, amigos y contactos que tenía mientras vivía allí. Igualmente, no había de mi parte interés por saber qué ocurría en Buenos Aires, como antes sí.
Y esto tiene que ver con algo puramente personal. Unas historias medio negras que oscurecieron mis primeros dos años de vida en Holanda. En parte fruto de la paranoia, en parte fruto del querer ser otro en otro lugar. Eso de reinventarse a uno mismo.

Lo más interesante de esta historia es que desde que mi padre se reencontrara con una antigua novia argentina, tras 40 años viviendo en Barcelona, ha decidido regresar a Argentina. En diciembre se casa y con él empieza una nueva etapa de mi vida también.
Así, ya no tengo excusas para no estar en contacto con mis raíces.

También, tengo que admitir, la desconexión tuvo que ver con el hecho de que cuando uno está afuera ve la vida de otra manera. Y sentí tener poco que ver con la Argentina que dejé que con la que me reencontré cuando volví en el 2006. 6 años es mucho tiempo.
Sin embargo, la que había cambiado era yo, porque casi todo estaba igual. Reencontrarme con las amigas del secundario, las viejas calles, los parques, la vida, no había cambiado tanto.
Igualmente seguía desconectada, porque resulta muy difícil sentirte conectado cuando durante años no había hecho nada antes por lograrlo. Se pierde tiempo, memoria, ganas.

Y me pasó algo que me devolvió la calma y la alegría. Hace unas semanas atrás estuvo mi padre de visita con nosotros, tras haber estado tres meses con su novia en Argentina. Y me trajo unas revistas de allá. Tengo que decir que hasta el momento apenas he tenido cierto contacto a través de revistas, porque las dos veces que viajé a Buenos Aires no prendí ni una sola vez la televisión, por lo que me he perdido de 12 años de historia en común con mi país. Han pasado gente, cultura, arte y música de todo tipo y color. Han cambiado las generaciones, ha cambiado la imagen del mundo siendo del sur, y en mí había algo así como la idea de que me había perdido de algo. Tampoco nunca me había sentido demasiado orgullosa de ser argentina, por eso de siempre mirar para arriba y no para dentro.
Entonces, leyendo una de estas revistas, qué emoción sentí al leer sus artículos, enterarme de lo que está pasando, como el eslabón perdido de mi vida.
Una emoción pura y al mismo tiempo, nueva, de saber y sentir que no, no tanto había cambiado, no tanto era yo otra.
Quizás uno quiere sentirse o verse de otra manera, y aun así aunque lo intente, siempre vuelve al mismo lugar.

Y por eso, hoy, este mi humilde pésame. El reencuentro, como la cerveza, tiene sabor a algo que me faltaba. El reencuentro es claramente indeleble al sentimiento. No se trata de orgullo sino de reconciliación.
Me reconcilio con mis raíces, con mi ser argentino, uniéndome al mundo que estuvo siempre ahí, esperando que despertara de mi hibernación.

Qué más quisiera que ser profeta de mi tierra. Qué más quisiera que levantar el estandarte de lo que soy y lo que fui, con la frente alta mientras se desandan los pasos en el pasado, aunque no se pueda cambiar lo que ya fue. Cambio para adelante, separando lo bueno de lo malo, lo objetivo de lo subjetivo. Ser argentina es parte de lo que soy.
Bienvenido sea!

Nunca es tarde.

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